Wednesday, September 27, 2023

 

Dos tierras.

Dos tierras.

El cielo estaba oscuro, con nubes de tormenta. Parecía de noche, y los cerros con sus rocas grises tomaban tintes azules. Las plantas se agitaban inquietas por el viento, y todo indicaba que iba a pasar algo.

El viajero agarró con fuerza la capa que se pegaba al cuerpo, agitada por la furia del viento.

Llevaba mucho tiempo caminando, pero no podía recordar cuánto. El suelo estaba húmedo, y la pendiente era monstruosa. Estaba solo, y en medio de las ráfagas de viento se escuchaban los alaridos de monstruos en la distancia.

Por lo que instintivamente, el viajero se llevó la mano a la empuñadura de la espada que llevaba al cinto. Era un acto reflejo, un movimiento que le daba calma al comprobar que estaba ahí.

Aun así, logró llegar a la cima del cerro que estaba subiendo y miró el paisaje en la distancia con emoción, mientras volutas de vapor salían de su respiración.

El paisaje frente a él era el de una gigantesca llanura con unas ruinas que recortaban la vista del horizonte: gigantescas torres negras torcidas una tras otra. Eran las que ululaban cuando el viento pasaba sobre ellas. Y alrededor, solo un gran manto de ceniza y las hierbas que habían podido crecer sobre ellas, formando agregados dispersos. La esperanza de que por fin encontraría un poblado se había desvanecido por completo.

Entonces miró el cielo y vio cómo se movían sombras entre las nubes, sombras que le resultaban familiares. Y cuando bajó la mirada, el paisaje era otro.

Estaba en el valle de su infancia, casas una al lado de otras, y luces bajas de color blanco que daban una atmósfera irreal al paisaje, pese a que se escuchaba ruido por todas partes. La sensación de escuchar a otros lo llenó de alivio.

El cielo proyectaba sombras, pero ahora las recordaba y reconocía. El sol al bajar producía un efecto óptico inusual. Al pasar los últimos rayos de sol sobre un lago hacia el oriente, sobre las nubes se proyectaban cientos de animales microscópicos que estaban sobre el lago: dafnias que nadaban como ángeles entre las nubes, junto con algunos copépodos que agitaban sus antenas y las formas difusas de lo que podrían ser rotíferos.

Aquella era la noche de carnaval, y esa noche no se dormiría.

Se sentó afuera de su casa y aprovechó de disfrutar ese momento. Su enorme perro salió a recibirlo con amistosos lametazos. Su pelaje era tan abundante y sedoso que, por un largo instante, pudo sentir y reconfortarse con su calor, y las risas que le provocaba la insistencia del perro para jugar.

No podía recordar por qué sentía nostalgia, como si no hubiera estado en casa mucho tiempo. Se revisó el impermeable negro que lo cubría e instintivamente buscó con la mano la empuñadura de una espada que no tenía. Y solo entonces fue completamente consciente del bullicio, la música de las casas, las carcajadas y las luces de neón en las torres lejanas al oriente. Cada vez estaba más oscuro, y el cielo había dejado de proyectar a los animales del lago.

"Voy atrasado", fue una idea que emergió con fuerza, y se levantó. Caminó con rapidez hacia la esquina y de ahí a las cuadras que los separaban de la fiesta.

El lugar era un edificio cuadrado lleno de ventanas de vidrio con galerías y puertas que daban a todas las direcciones. Los autos estaban aparcados en el estacionamiento exterior.

  • Primo, llegaste - lo saludó su prima mayor, que estaba afuera fumando un cigarrillo.

  • Sí, prima. Uff, la verdad, no sé qué me quedé haciendo.

  • Paveando como siempre, me imagino - se rió -, quise salir un rato para despejarme un poco de las miradas. Tú sabes cómo son. Les gusta quejarse por todo.

  • Así es la familia - sonrió el viajero -, aun así, me alegra que estén todos reunidos.

Se sentaron a conversar afuera mientras llegaba el olor a carne asada.

Unos sobrinos lejanos parecían correr jugando con las espadas de luz, que emitían ruidos de sirenas al chocar unas con otras, con zapatillas brillantes que corrían, daban un espectáculo singular, pese a la oscuridad de la tormenta que parecía cubrirlo todo.

Otro primo más chico salió a saludar, y se sentaron a conversar los tres. Le preguntaron por su madre y hablaron de las noticias familiares, que el tío no sé qué tenía otra amante, que habían descubierto otro primo ilegítimo de otro de los tíos, que habían estafado a alguien con la empresa familiar y un sinfín de noticias que, pese a la gravedad, reconfortaban. Al final, estaba en familia. Pero no eran los únicos, habían llegado vecinos y gente desconocida, porque así era la fiesta.

Tras saciar sus ganas de cahuinear, entraron.

El viajero se sentó en un sillón mirando al resto compartir en la distancia, mientras hacía tronar sus dedos. Algo le producía una ansiedad creciente, pero aquel acto de tronarse los dedos lo relajaba.

Mientras miraba alrededor, tratando de recordar, tratando de entender sobre qué era lo que lo desconcertaba.

Entonces el dedo cedió. El viajero se miró la mano, y el dedo índice de la mano derecha se había dislocado, formando un ángulo agudo, torcido en la punta porque se había dislocado la primera falange también. La imagen lo horrorizó, y gritó angustiado.

"¡¿Hay algún médico que me pueda ayudar?! ¡Alguien que me ayude!"

Un joven llegó pronto hacia él.

  • Soy médico -dijo, mirándolo preocupado-. Vamos a la enfermería, no tenemos mucho tiempo.

El dolor en el brazo, que al principio era casi inexistente, empezó a crecer en forma violenta mientras sentía el brazo y todo palpitar con un dolor lacerante.

"¿Cómo podía ser tan tonto de dislocarse el dedo tronándoselo?", se preguntaba con rabia contra sí mismo.

El joven lo llevó hasta una puerta escondida detrás de una escalera en caracol que llevaba a los salones superiores y abrió la puerta encendiendo la luz tan rápido que el viajero apenas se percató, porque el dolor lo cubría todo.

  • Rápido, siéntate en la camilla, no tenemos tiempo.

  • ¿Voy a perder el dedo? -preguntó el viajero preocupado.

  • No, pero ya casi es hora. Estaban por lograrlo -dijo entrando a la enfermería.

El tubo de neón en el techo parpadeaba con un zumbido constante, iluminando todo con una luz blanca sucia. Sobre la mesa, el joven buscó algunos instrumentos que el viajero no conocía, jeringas metálicas y piezas lustrosas llenas de mangueras y agujas que parecían cumplir algún tipo de función, entre frascos oscuros de sustancias con etiquetas que solo el joven parecía entender.

  • ¿Lo dices por el asado? -preguntó el viajero, tratando de distraerse del dolor hablando.

El joven sonrió.

  • El asado es la excusa. ¿No lo recuerdas, cierto?

Entonces sacó lo que parecía una jeringa y la apoyó sobre el dedo. Al inyectar, el dolor se expandió como un rayo. El viajero se enterró las uñas de la mano izquierda contra la palma para soportarlo.

  • ¿No recuerdas un mundo maravilloso? Lleno de magia y criaturas, con espadas, risas y tabernas.

Entonces, un recuerdo fugaz, una mancha en medio del páramo, el frío, la sensación de soledad lo invadió, al tiempo que el joven ponía una segunda inyección en el brazo. El dedo seguía doliendo porque solo era anestesia local, pero el brazo fue el que quedó dormido, pese al rayo de dolor que significó la segunda inyección.

  • ¿Ese lugar existe?

  • Por supuesto. Al parecer, el primer intento no fue suficiente porque volvimos. Pero ahora sí lo vamos a lograr. Vamos a poder llegar a la tierra donde podamos cumplir todos nuestros sueños.

  • Pero yo no quiero. Allá estaba solo. Acá está mi familia, mis vecinos. Desconocidos como tú. Aquí hay alguien. Allá solo había soledad.

  • ¿Cómo acaso no estabas con nosotros en el reino de Ambrosía? ¿Acaso prefieres este mundo decadente?

  • Pues sí -alcanzó a decir cuando la tercera inyección en la pierna derecha le inyectó un dolor en los huesos de los pies al cráneo, que duró un instante y luego la inmovilidad.

  • Ya -dijo el extraño-. Ahora vamos acomodar antes de que...

El silencio de palabras y el ulular del viento lo cubrió todo.

El viajero trató de levantarse, pero tenía la mitad del cuerpo dormido. Su mano derecha estaba hinchada, morada, con el dedo dislocado de forma antinatural. Sabía que no sentía nada. Que en ese momento arrancarse el dedo podría incluso ser solo una molestia, pero en cuanto la anestesia dejara de hacer efecto, no tendría salida. Estaba solo en el páramo, con las ruinas de las torres negras en la distancia. Trató de levantarse inútilmente y no podía, haciendo torpes movimientos en el barro y la ceniza del suelo.

Tras un instante de abatimiento, tanteó con su mano y agarró la empuñadura de su espada para tener valor. Y en ese momento, comenzó a llover de forma torrencial.

 

 


 

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